agosto 20, 2011



 Como en aquel día, hay mucha confusión. Pero de esas confusiones que por más que pase el tiempo y haya horas de sueño y cerebros despabilados, no se va, persiste durante un lapso de tiempo que casi se hace interminable. Esa confusión que hace preguntas y no deja de presionarnos hasta dejarnos sin aire ni ningún tipo de señal que se plasme por lo menos en un pensamiento concreto, que pueda darnos alguna respuesta, algo que nos haga sentir que no estamos locos, que seguimos con vida. Pero a penas quiere irse la confusión, a penas se asoma a la salida, ahí es cuando nuestro cerebro explota en miles de lágrimas que se juntan en los cachetes y no dejan de empaparnos y gritarnos que no cesemos de llorar. Es ese instante en el que nos disputamos toda nuestra vida pensando en si vale la pena seguir creyendo o no, si vale la pena seguir comenzando cada día con una sonrisa o no seguir.
 Pero llega ese momento en el que todo parece mentira, todo parece un sueño y queremos soltarlo ya, toda esa angustia que nos mortifica, y ese momento es el que nos hace ver con claridad que no estamos solos. A partir de ahí, experimentamos una serie de emociones muy diferentes entre sí, pero que tienen algo en común y es que nos hacen sentir fuertes.
 Fuertes al fin. Fuertes para afrontar toda circunstancia que nos somete a dudar cada día. Fuertes para decir NO, en situaciones que lo requieren. Fuertes para ver todo con algo más de claridad, y entender al fin la necesidad de seguir viviendo, seguir soportando todo aquello que nos apresura a la verdad y a la vez nos hace libres para decidir lo más difícil. Y ese es el fin, nosotros somos el fin, nuestro carácter es el fin. El propósito por el cual estamos aqui, sentados en una mesa tomando un mate y pensando qué me permite seguir con vida. Siempre me lo pregunté, sólo que ahora lo sé.
El único juicio que importa, es el de nosotros mismos.

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